La última vez que vi a Ramón

Era jueves 14 de agosto de 2025. Ramón había muerto a las cinco de la mañana y, al mediodía, aún reposaba en la morgue del hospital. Ese lugar lúgubre parecía detenido en el tiempo: un depósito descuidado, con paredes manchadas, un intenso olor a formol y a moho, y un desorden de cachivaches que daba la impresión de que la muerte convivía allí con el abandono. En medio de ese escenario, como un objeto olvidado, se encontraba la camilla de metal, abollada y oxidada, sosteniendo su cuerpo envuelto en una sábana curtida por el uso.


El tanatopractor empírico me condujo desde una improvisada recepción contigua a su estación de trabajo hasta un callejón formado por el edificio y un viejo almacén. Empujó la puerta que abría hacia adentro y apartó con torpeza algunos trastos que bloqueaban el paso. El escenario se abrió ante mí con una crudeza insoportable. Con la mano izquierda retiró el sudario y, por un instante, creí que Ramón solo dormía. Su piel aún conservaba un leve color, un tenue brillo iluminaba el rostro, y la barba parecía crecer, como si la vida se resistiera a abandonarlo del todo.


Después supe que, a los muertos, el cabello y las uñas les crecen por un tiempo, dando la ilusión de persistir, como si los cuerpos se empeñaran en prolongar su existencia.


Las gasas, adheridas con torpeza, cubrían la herida que iba desde la ingle hasta el esternón. Un rastro de sangre seca manchaba el mentón, otro el pómulo derecho: supuse que eran las huellas que habían dejado al retirar los aparatos que tuvo colocados durante la cirugía a la que fue sometido la noche anterior. Aquel cuadro me golpeó con fuerza.


—¿Cómo era posible que mi tío se encontrara en tales condiciones? —pregunté con la voz desgarrada por el dolor.


Le pedí al hombre que preparara el cuerpo para el sepelio mientras llegaban con la ropa y el ataúd, y así recuperar el tiempo que Ramón ya había perdido. Treinta minutos después regresó sereno y me dijo:

—Ya lo bañé y lo afeité. Cuando traigan la ropa, lo preparo y lo visto.


Poco después llegó el carro fúnebre con el féretro y la mortaja. Entonces, por última vez, Ramón fue ataviado con sus prendas terrenales: quizá un atuendo guardado para un día especial, o tal vez algo tan sencillo como el elegido para pasear por el parque una tarde de domingo cualquiera. Lo cierto es que su imagen quedó fijada para siempre.


Al estar listo, lo colocamos en el ataúd y lo subimos al vehículo. Antes de que partiera, el preparador murmuró en voz baja:

—Olvidaron las medias… los calcetines.


El silencio nos envolvió. Sin pensarlo, ofrecí los míos. Me desaté los zapatos con prisa, los retiré de un tirón y se los entregué. El hombre subió de nuevo, abrió el féretro con delicadeza y se los colocó con la ternura de quien viste a un niño dormido.


Aquel gesto simple me atravesó como un ritual íntimo. Fue mi forma de acompañarlo, de estar con él en su último tránsito. Sentí que, en esos calcetines, quedaba grabada la despedida: el honor de compartir con mi tío Ramón, aunque fuera en ese mínimo detalle, por última vez.


Apolo • 1122 • RD / 22 de agosto 2025

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