Dualidad infinita...

 ¡Atención! —Llamaba a la formación como era costumbre el instructor del pelotón número nueve, un hombre regio de arriba abajo, Solís le llamaban. Era de madrugada cuando su estruendosa voz atravesaba abruptamente como una flecha el silencio, el sol apenas comenzaba a hacer pinitos y sus rayos besaban sutilmente el contorno de la montaña que resguardaba el campamento. Solís era un oficial de rectitud recia, casi tocaba los bordes del extremo, pero en el fondo tenía un buen corazón y su nobleza se percibía en sus acciones más insignificantes.

—Uno – dos; tres - cuatro. Uno – dos; tres - cuatro. ¡Pelotóooon! ¡Alto!


Por otro lado, y en primera fila se encontraba el raso Feliz respondiendo sí señor y no señor a las peticiones de su capitán, el de los del noveno, quien ya lucía cansado de dar órdenes y llamar en atención a reclutas desaliñados, indisciplinados y negligentes. Pero ahí estaba Feliz a sus órdenes, y siempre dispuesto a recibir las instrucciones de su líder. En algunas ocasiones y con cierta discreción, por no decir casi a escondidas, solía establecer pequeños diálogos con su subalterno y más de una vez llegó a expresarle la idea que tenía de abandonarlo todo.

 

—Si no fuera porque tú encarnas lo que un día fue la milicia, hace tiempo me hubiera marchado —exclamó con tristeza el oficial—. Pero vale la pena luchar, aunque sea por uno solo —expresó cabizbajo, como si su moral culebreara en el polvo de la desilusión como el más vil de los reptiles.

 

Un día, sonriendo y de muy buen humor llamó Solís al raso Feliz:

—¡Raso!

—¡Si señor! —respondió ávidamente. 

—Ese es mi muchacho —exclamó en voz muy tenue—. Tengo una misión para ti. Es simple: sólo tienes que acompañarme a mi casa, mi pueblo natal, para que conozcas mi gente —le dijo.

—¡Claro mi capitán! —respondió, aunque un poco desilusionado, porque, como eran tiempos de guerra, pensaba que su superior pondría a prueba sus habilidades y le confiaría una misión más arriesgada, una que, de cumplirla exitosamente, pudiera tal vez ser tomada en cuenta para una recomendación de ascenso, por lo menos. Pero no sucedió así.

 

Llegó el día de la misión de acompañamiento —así la bautizo Feliz—.

—¡Estoy listo, señor! —dijo, sin que el capitán siquiera se hubiese molestado en llamarlo en atención. Él ya estaba preparado.

Solís sonrió y asintió con la cabeza mientras amarraba los cordones de sus botas. Se incorporó y, de inmediato iniciaron la marcha. 

 

Al caer la tarde, llegaron a su destino. Era un lugar hermoso, con una casa majestuosa ubicada en una región rural de un pueblo surprofundino llamado Las Matas de Farfán. Los perros les dieron la bienvenida; eran muchos, me atrevo a jurar que eran más de nueve. El capitán se inclinó, y los caninos lo lamían por todas partes, al tiempo que miraba extasiado al raso Feliz, mientras acariciaba sus cabezas nombrándolos “sus muchachos”, como lo hacía con los del noveno.

 

Entraron a la casa. Había un silencio inquietante en ella. Ya dentro no se oían los perros y nadie más acudió a darles la bienvenida. El capitán acomodó sus pertenencias sobre un sofá viejo, lleno de polvo y continuó avanzando lentamente, al tiempo que exclamó con sutil dulzura:

—¡Ya estoy aquí!

Haciendo una señal a su compañero de que avanzara. Era la habitación principal; allí había una hermosa mujer postrada en su lecho, inmóvil. Por su aspecto diría que estaba casi muriendo. 

—Soy yo mi amor —susurró Solís—. He venido acompañado. Te presento a Feliz, él es de quien té hablé.

 

Y continuó la conversación, o más bien el monólogo, porque sólo el capitán hablaba. Le decía a la mujer en su charla que dejaría la milicia, porque ya los del noveno no les hacían caso, no respetaban sus órdenes, que ya estaba cansado, que si no fuera por Feliz ya hubiese desertado. Continuó por horas con su plática y alegatos mientras sujetaba las congeladas manos de la dama.

 

Después de un largo rato de escucha, Feliz se puso en posición descanso y, con gran confusión preguntó a su comandante:

—¿Quién es ella?

Sin obtener respuesta, con pasos llenos de duda, caminó muy despacio hasta una esquina de la habitación, donde había dos espejos, uno frente al otro. Se colocó entre ellos y, simultáneamente, proyectaron su reflejo. Cientos de imágenes se adentraron una dentro de la otra, como si se retorcieran entre ellas, y en ese túnel confuso, para su sorpresa, la imagen que veía proyectarse era la de su capitán, un chin más joven.

—¡Ahora lo entiendo! —exclamó asombrado y lleno de miedo, mientras se movía en flanco derecho y con premura al pie de la cama, donde se encontraba de rodillas su superior, envuelto en sollozos.

 

—¡Señor! ¡Señor! —tocando su hombro, le dijo. —Preste atención a lo que voy a decir en este momento. No se me desmorone, pero creo que estamos muertos o esto que estamos viviendo es sólo un sueño.

—¿Qué dices?, —exclamó Solís,

—¡Como usted lo está oyendo! —dijo Feliz.

—¿Y porque dices eso?, —¿De dónde sacas tales conclusiones? —¿Por qué tal razonamiento?

—Porque yo soy usted más joven, y toda esta historia es sólo un sueño, o es producto de la imaginación de la suya o de la mía, bueno no importa, en realidad es lo mismo, lo he visto con mis propios ojos en el espejo y estoy plenamente convencido. Nuestras vidas son como dos espejos enfrentados uno al otro; somos como una reflexión infinita, que se repite y se repite, somos prisioneros en este túnel infinito.

 

—¿Y ella quien es entonces? —preguntó Solís, luego de una breve pausa, un hondo suspiro y con una expresión de duda en sus ojos. La dama yacía postrada y con su rostro frágil acariciado por la quietud de la noche.

—¡Ella! Exclamó Feliz.

—Sí, ella, —respondió Solís, angustiado y con la boca llena de baba.

—Ella es el hilo que nos une en este infinito, confuso y perpetuo.

—Ella es la luz —afirmó con tristeza.

 

En ese instante, una lágrima espesa brotó de uno de los ojos de la mujer y recorrió su rostro pálido, deslizándose lateralmente desde su cien hasta el pabellón de la oreja, como si de una última caricia se tratara, para luego apagarse lentamente hasta desvanecerse sobre su lecho, cual si fuera la luz de un barco que se despide tristemente en el horizonte.

 

Cayó la noche por completo, la más oscura y tranquila que he visto en mucho tiempo… hasta que comenzaron a cantar los gallos y los primeros rayos del radiante sol apenas comenzaban a hacer pinitos y a besar sutilmente el contorno de la montaña, cuando una voz de trueno y como una flecha irrumpió bruscamente el silencio.

 

¡Atención!


Apolo • 1122 • RD / 9 de enero 2025

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